viernes, 13 de noviembre de 2009

Extravagancias en la mesa...



La historiografía ha presentado a los romanos como insaciables glotones, pero muchos analistas coinciden en afirmar que hasta bien entrada la noche prácticamente no probaban bocado, aunque realizaban tres comidas al día. Las cenae, las más importantes, podían ser muy diferentes según las clases sociales. Por regla general, los romanos no usaban tenedores, comían con los dedos y esto les llevaba a lavarse las manos antes de comer, durante la comida y después de cada servicio.

Para los romanos, la gastronomía era esencial, pero no exenta de curiosidades. Marco Gavio Apicio, autor del libro de cocina más famoso de la época, era conocido por sus extravagancias culinarias y sus gustos caros. Inventó un procedimiento para cebar a las truchas con higos secos y que les engordara el hígado, así como recetas de lenguas de flamenco o papagayo con miel y vinagre, pezones de cerda, o de talón de camello. Su amor por la comida era tan grande que decidió suicidarse con veneno ante la posibilidad de morir de hambre algún día.

Uno de los platos estrella en la mesa era el garum, una salsa elaborada con vísceras, hocicos y paladares de pescados (atún, caballa, esturión…), curados en salmuera y madurados al sol, que se añadía sobre cualquier plato e incluso al agua y al vino.

Donde la extravagancia se alzó con el mayor protagonismo en la mesa fue en los banquetes que ofrecían aristócratas y emperadores a sus correligionarios. No ofrecían desperdicio por su rareza: ubres de cerda, sesadas de faisán, lenguas de flamenco, testículos de cabrito, leche de murena (Roma de los Césares, Juan Eslava Galán), entre otros platos.

Siete platos como mínimo

Una opípara cena romana se componía al menos de siete platos: entremeses (entre los que sobresalían pajaritos de nido con espárragos o pastel de ostra), tres entradas (pescados, ánades), dos asados (tetas de lechona, pavos reales de Samos) y el postre (secundae mensae) Numerosos banquetes se prolongaban durante ocho y diez horas, ya que solían estar interrumpidos por pausas (juegos circenses, bufonadas, adivinanzas,…) Una vez finalizada la cena empezaba la commissatio, una especie de borrachera protocolaria bebiendo las copas de vino a trago (Historia de Roma, Indro Montanelli)

En Roma, los menús eran tan abundantes que, en la mitad de los numerosos banquetes que se celebraban, los comensales se retiraban al patio del peristilo de la domus (casa romana), denominado vomitorium, para introducirse plumas de pavo real en la garganta; así conseguían vomitar la comida y podían seguir engullendo y resistir hasta los postres.

El eructo en la mesa era una cortesía justificada por los filósofos. El emperador Claudio (gobernó desde el año 41 al 54 d.C.) redactó un edicto autorizando la expulsión de otros ruidos gaseosos (La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio, Jérome Carcopino)

Dispendios sin límite

Los emperadores también tuvieron sus particularidades en la mesa. Vitelio (gobernó en el año 69), más conocido como el Glotón, tomaba 1.200 ostras para almorzar cada día. Sus orgías culinarias incluían un menú diario con más de 20 platos sofisticados. En menos de un año despilfarró en banquetes casi mil millones de sestercios. Poco antes de ser ejecutado por la plebe había estado comiendo sesos de alondra con miel.

Su homólogo Claudio Albino (193-197) comió 500 higos, 100 melocotones, 10 melones, 48 ostras y dos kilos de uva en un largo desayuno. Mientras, Maximino (235-238), sucesor de Alejandro Severo, llegaba a ingerir 16 kilos de carne y 32 litros de vino en una sola comida, según sus biógrafos.

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