Historias, anécdotas, curiosidades, vicisitudes y excentricidades de los habitantes, costumbres y avatares que formaron parte del mayor imperio que ha conocido jamás la historia de la humanidad. Alea jacta est...
jueves, 11 de agosto de 2011
Cría cuervecillos...
Al nacer, el niño o la niña romanos eran colocados a los pies del padre. Si éste lo levantaba y lo cogía a sus brazos, manifestaba que lo reconocía como hijo y se comprometía a su crianza y educación. Pero si el progenitor consideraba que ya tenía demasiados hijos o que carecía de medios para criarlo, era libre de exponerlo. Los padres no tenían la obligación, moral ni jurídica, de aceptar todos los hijos del matrimonio.
La exposición de los recién nacidos a su abandono para que fueran adoptados por otras familias constituía la práctica legal y habitual, tanto entre los patricios como los plebeyos. En Roma, delante del templo de la Pietas estaba, la llamada columna lactaria: a sus pies eran depositados los bebés abandonados, que habitualmente, si eran recogidos, lo hacían personas cuyo único fin era explotarlos como esclavos o prostitutas (Así vivían los romanos; J. Espinós, P. Mariá, D. Sánchez, M. Vilar)
Los niños deformes o inútiles, o simplemente débiles, eran eliminados. El infanticidio del hijo de una esclava también estaba considerado algo normal y la decisión de adoptarlo o no correspondía al amo. El paterfamilias solía abandonar a los bastardos y a las hijas.
Las familias romanas parecen no haber sido muy prolíficas. La ley establecía un privilegio a las familias nobles que tenían tres hijos, lo que estaba considerado el número ideal de vástagos. Se practicaba un cierto control de la natalidad, sin demasiadas restricciones morales y sin prohibiciones legales (Los Romanos. Su vida y costumbres; E. Ghul y W. Koner)
Había dos maneras de tener hijos: engendrarlos o adoptarlos. Esta última opción incluso tenía su lado positivo: permitía adquirir un estatus social. Para ser nombrado gobernador de provincias, por ejemplo, había que ser paterfamilias.
El recién nacido recibía el nombre a partir del día octavo, si era niños, y del noveno si era niña. Desde el primer día se le ponían amuletos. Sus primeros juguetes eran los sonajeros (crepitacula)
A finales de la República la mujer romana ya había conseguido que se le reconociera el derecho formal sobre sus hijos, tal como se le reconocía al padre. Podía adquirir la custodia tanto en caso de tutela como mala conducta del cónyuge (La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio; Jérôme Carcopino)
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