Historias, anécdotas, curiosidades, vicisitudes y excentricidades de los habitantes, costumbres y avatares que formaron parte del mayor imperio que ha conocido jamás la historia de la humanidad. Alea jacta est...
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miércoles, 18 de mayo de 2011
El dueño del mundo (I)
El primer emperador que tuvo Roma, Octavio Augusto (gobernó del 27 antes de Cristo al año 14), supo combinar adecuadamente la clemencia con la severidad. Honró a muchos libertos suyos, pero en cambio hizo morir a Polo, liberto suyo a quien amaba mucho cuando estuvo convencido de sus adulterios con matronas. También mandó quebrar las piernas a Talo, su secretario, por comunicar una carta; e hizo arrojar un río con una piedra al cuello al preceptor y a los esclavos de su hijo Cayo. Detestaba a los enanos como burlas de la naturaleza.
Suetonio, en su obra Vida de los Césares, menciona varios oprobios que mancharon la reputación de Augusto. Sexto Pompeyo le trató de afeminado. Lucio, el hermano de Marco Antonio, pretendía que "después de haber entregdo a Julio César la flor de su juventud, la vendió otra vez en Hispania a Aulo Hircio por 300.000 sestercios". Le criticaban que se quemara el vello de las piernas con cáscara de nuez ardiente para que estuvieran más suaves.
Ni sus amigos niegan que Augusto cometiese muchos adulterios, aunque lo excusaban con el fin de que tales actos eran políticos para conocer, así, los secretos de sus adversarios. El emperador fue muy dado a las mujeres, y dicen que con la edad deseó especialmente a vírgenes.
Tuvo, asimismo, Augusto, fama de jugador. Lo hizo siempre sin recato, según Suetonio. Era muy sobrio en el vino; en plena bacanal no bebía más de seis copas; cuando las sobrepasaba, vomitaba. No le gustaba madrugar y tampoco mostró ninguna afición por adornarse.
Con respecto a su físico, el emperador romano tenía el cuerpo sembrado de manchas. Usaba calzado alto para aparentar mayor estatura. No podía soportar el sol ni aun en invierno. Se bañaba raras veces, prefiriendo frotarse con aceites y traspirar al fuego.
La superstición le acompañó desde la niñez. Augusto temía de un modo insensato los truenos relámpagos, y creía resguardarse del peligro llevando siempre consigo una piel de foca. A consecuencia de un sueño que tuvo todos los años en día fijo pedía limosna al pueblo y mostraba la mano a los transeúntes para recibir monedas.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Corre, corre caballito...
Como civilización dominante en el mundo, Roma siempre buscó espectáculos acordes a su poderío. Un ejemplo fueron las carreras de cuádrigas. Eran gestionadas por grandes corporaciones sustentadas por miles de accionistas. Durante siglos fueron cuatro, factiones, y se representaban por cuatro colores: blanco (albata), rojo (russata), azul (veneta) y verde (prasina).
Los aristócratas eran partidarios de los azules, mientras que el vulgo apoyaba a los verdes. Si gustaban tanto estas carreras entre el numeroso público que se congregaba en los circos, era por las numerosas caídas, aplastamientos o desmembramientos que se producían.
Los aurigas se recubrían de estiércol de jabalí, confiando en que el olor evitara que los caballos les pisotearan si se caían del carro. Durante las carreras, la gente enloquecía. Las mujeres se desmayaban o, incluso, tenían orgasmos. Los hombres se mordían, bailaban enloquecidos, apostaban hasta quedarse sin dinero y entonces se apostaban ellos mismos contra los tratantes de esclavos para conseguir más dinero (El esplendor de Roma; Muy Historia)
Los aurigas, que en su mayoría eran esclavos, siempre gozaron de una enorme popularidad en todo el Imperio. Su máximo exponente fue Diocles, un hispano que llegó a ganar con sus victorias, 1.462, un total de 35 millones de sestercios. Tal fue la fascinación originada por estos espectáculos, que cuando los germanos atacaron Cartago, sus ciudadanos no quisieron defender la ciudad por encontrarse participando en una carrera de caballos.
Calígula (gobernó del año 37 al 41) y Nerón (lo hizo del 54 al 68) fueron dos emperadores muy aficionados a las carreras de cuádrigas. Incluso participaron en ellas. El primero de ellos regaló a Eutychus, un famoso auriga, dos millones de sestercios en una ocasión (Breve historia de los gladiadores; Daniel P. Mannix)
Idolatrados por el populacho
Los aficionados acudían a presenciar los entrenamientos de los campeones y llenaban los muros y retretes de la ciudad con sus pintadas y graffitis en las que hacían figurar sus nombres y caricaturas. Los caballos eran extremadamente valorados, mucho más que los esclavos. A uno que hubiera ganado más de cien carreras se le llamaba centenario y llevaba un arnés especial.
Diocles llegó a tener un caballo, de nombre Passerinus, cuya veneración obligaba a los soldados a patrullar cuando dormía para evitar que la gente pudiera hacer ruido. (Roma de los Césares; Juan Eslava Galán)
En el año 404 de nuestra era el emperador Honorio clausuró los circos, pese a la protesta de la gente, aunque fue el rey ostrogodo Totila, en el año 459, quien ofreciese el último espectáculo en el Circo Máximo, estadio que llegó a albergar hasta 385.000 espectadores.
martes, 13 de abril de 2010
Juntos, pero no revueltos
Los matrimonios en la antigua Roma no se basaban en el amor ni en los sentimientos. Tras ser acordados por los padres de los contrayentes, se fundamentaban en las buenas relaciones y con el fin de reproducir la familia. Pero no resultaba sencillo. Como el número de mujeres en edad de dar a la luz disminuía más allá de los 20 años, no era sorpresa que los romanos intercambiaran esposa o se casaran con mujeres encintas (La Antigua Roma. Cómo vivían los romanos; Roger Hanoune y John Scheid)
Los matrimonios se llevaban a cabo entre los 12 y 16 años en el caso de las muchachas y alrededor de los 18 en el caso de los varones. La ceremonia revestía diferentes formas. El modo más solemne, reservado a los patricios, comportaba un sacrificio ofrecido en presencia de diez testigos (confarreatio). La segunda forma consistía en “comprar” a la esposa en presencia al menos de cinco testigos, otorgándole al futuro suegro una contradote para la obtención de la hija (coemptio).
El tercer modo, más corriente, se llamaba matrimonio por “uso” y en él la mujer entraba en la familia del marido tras un año de vida común ininterrumpida. Pero éste obtenía el divorcio si la mujer pasaba tres noches seguidas fuera del hogar (usurpatio trinocti)
Una vida y tres matrimonios
Los romanos acomodados contraían matrimonio en tres ocasiones durante su vida, de media, debido, sobre todo, a la elevada mortalidad femenina que existía, el adulterio y la facilidad del divorcio. La mujer casada ocupaba un lugar secundario en la familia. El marido era el único autorizado en romper el vínculo conyugal en tiempos de la República, aunque durante el Imperio la mujer adquirió la misma libertad (La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio; Jêrome Carcopino.
La Ley de las Doce Tablas contemplaba una sencilla forma de divorcio: Res tuas tibi habeto (coge tus cosas), que obligaba a la mujer a devolver al marido las llaves del hogar. Durante el mandato del emperador Augusto se contemplaban impuestos especiales para los solteros y los matrimonios sin hijos que rebasasen la edad apta para procrear (50 años en la mujer) con el fin de incrementar la natalidad (Vida cotidiana en la Roma de los Césares; Amparo Arroyo de la Fuente.
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