Historias, anécdotas, curiosidades, vicisitudes y excentricidades de los habitantes, costumbres y avatares que formaron parte del mayor imperio que ha conocido jamás la historia de la humanidad. Alea jacta est...
miércoles, 16 de junio de 2010
En polvo romano te convertirás... (I)
El sepelio de los difuntos romanos tenía sus peculiaridades. En el imaginario del imperio, los muertos seguían formando parte de la sociedad. Mediante las exequias recibían una nueva residencia o necrópolis. A veces se incineraba el cadáver, en otras se inhumaba.
La ceremonia de despedida de la vida terrenal iba acompañada de cuatro banquetes. El primero se celebraba el día de la inhumación del difunto. Los tres restantes, en que los parientes buscaban consuelo (refrigerium) se celebraban a los tres, nueve y a los 30 días.
Las ofrendas de vino y aceite a los difuntos eran muy frecuentes. Muchas tumbas disponían de un sistema de canalizaciones para que el líquido fluyera hasta los muertos, que así se alegraban y dejaban en paz a los vivos. Algunas ceremonias tenían por costumbre enterrar un dedo arrancado previamente al cadáver con anterioridad a la incineración del mismo.
Cuando un padre fallecía, su hijo mayor le cerraba los ojos tras comprobar que había muerto. A continuación lo llamaba por su nombre por última vez (La antigua Roma. Cómo vivían los romanos; Roger Hanoune y John Scheid)
Diferencias entre ricos y pobres
El cortejo fúnebre estaba formado por los músicos, las plañideras y un grupo de hombres con objetos relacionados con la vida del difunto. En la liturgia que acompañaba el adiós de los nobles participaban clientes (los protegidos del difunto) o actores que llevaban una máscara que imitaba a sus antepasados. Este honor sólo estaba reservado a los patricios.
Las clases menos privilegiadas celebraban sus sepelios de noche, con antorchas, para tratar de no impurificar a los sacerdotes (Vida cotidiana en la Roma de los Césares; Amparo Arroyo de la Fuente)
El testamento del difunto, al margen de su carácter legal, también constituía una especie de manifiesto que podía incluso insultar abiertamente al emperador de turno. El temor que inspiraban las almas de los muertos originaron costumbres como la de herirse las mejillas en el transcurso de los funerales (239 anécdotas de la antigua Roma; varios)
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